17 noviembre, 2016

SEÑALES QUE DEMUESTRAN QUE UNA PERSONA POSEE VIDA ESPIRITUAL - Gardiner Spring


Un individuo puede llevar una vida moral y honesta; puede tener amplios conocimientos sobre las doctrinas de la Biblia; puede asistir a numerosos servicios religiosos; puede ser una persona muy expresiva y sagrada; puede haberse persuadido a sí mismo de su salvación; en fin, puede ser capaz hasta de indicar la fecha en que se convirtió. Y con todo esto, existe la posibilidad de que esta persona esté destinada a probar el amargo fruto de la desesperación y de la muerte eterna.

  
¿Cuáles son las pruebas contundentes de que una persona posee la vida espiritual?

1. Amor a Dios

Una de las pruebas más convincentes de que una persona tiene vida espiritual es el amor de Dios. El amar a Dios incluye:
  • a) convicción de la excelencia de Dios;
  • b) contentamiento con lo que El nos ha revelado de su naturaleza;
  • c) interés en todos sus asuntos;
  • d) gratitud por los beneficios recibidos de El.

Toda persona que profesa a Dios un afecto de esta clase está facultada para creer que su naturaleza ha sido cambiada, puesto que la actitud natural de los hombres es de hostilidad para con Dios. “Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden;” (Rom. 8:7) Una persona sin vida espiritual (es decir, con una naturaleza no regenerada) puede llegar a tener algún conocimiento verdadero de la naturaleza y carácter de Dios, viéndose obligada a reconocer que Dios es grande y bueno, pero no hallará contentamiento en la excelencia del Creador; ni sentirá interés alguno por las cosas del Señor; ni se mostrará agradecida por los beneficios recibidos de su mano. Pero cuando la mentalidad de una persona ha sido transformada por Dios, la anterior hostilidad es sustituida por un santo amor. El primero y gran mandamiento es: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con todo tu entendimiento; y a tu prójimo como a ti mismo.” (Lucas 10:27) El más profundo de los sentimientos de un corazón regenerado es un intenso amor de Dios.
El verdadero amor siempre tiene una idea correcta acerca de su objeto. La persona que está viva espiritualmente no rinde culto a un dios hecho conforme a las ideas humanas, sino que aprecia el verdadero carácter de Dios según está revelado en la Biblia. Amar un falso concepto de Dios equivale a odiar el verdadero carácter de Dios. El autor de nuestro amor a Dios es el Espíritu Santo y su obra en nuestros corazones, y el motivo fundamental de tal amor es la suprema excelencia del Señor. Cuando Moisés dijo, “¿Quién como tú, Oh Jehová, entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en santidad, Terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios?” descubrió en la naturaleza de Dios una excelencia y una gloria tal que llenaron su alma de reverencia, de alta estima por Dios, y de deleite espiritual. (Exodo 15:11)
El amor a Dios no es diferente en su naturaleza que el amor verdadero a cualquier otro objeto o persona. Amamos a un amigo porque encontramos en su carácter algo que es agradable y atractivo. El verdadero amor siempre encuentra placer en el objeto preferido. Por eso, la excelencia de Dios es el motivo fundamental de cualquier amor sincero hacia El. Una persona que ama a Dios está satisfecha de que Dios es la clase de Ser divino que es: Dios es siempre sabio, irresistiblemente poderoso, perfectamente puro, bondadoso para todos sin acepción de personas, perfectamente justo, ilimitado en su gracia, eterno e inmutable en sus planes, etc. Estas son las excelentes características de Dios que llenan de placer y de admiración a toda persona regenerada. Un Dios así puede saciar toda la sed de felicidad del ser humano y
cualquiera puede encontrar en El mayor satisfacción que en ninguna otra cosa o persona.
Hay una gran diferencia entre esta clase de sentimiento hacia Dios y la egoísta y profana amistad que sólo busca su propio interés. De nada sirve que un individuo diga que ama a Dios, si está solamente pensando en su propia felicidad. Es decir, encuentra gusto en Dios, no por lo que El es, sino por algún beneficio que puede obtener del cielo. Esto es amor a sí mismo, no a Dios. Pero cuando la naturaleza de una persona ha sido transformada, esta enemistad hacia Dios desaparece y se aprecia el verdadero carácter de Dios. Es Dios mismo, revelándose en toda su gloria, quien viene a ser el objeto de una devoción feliz y sincera. Los pensamientos de una persona espiritual se apartan de la consideración de sí mismo para centrarse en la excelencia de Dios. Ni siquiera se detiene a pensar si un Dios tan glorioso tendrá misericordia de ella; le basta con que Dios obtenga para sí toda la gloria y se dé cuenta de que no puede sentirse miserable teniendo delante de sí a tal Dios. Su alma, llena de fervor y devoción, dice: “¿A quién
tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra. ...Como el siervo brama por las corrientes de las aguas, Así clama por ti, Oh Dios, el alma mía.” (Salmos 73:25, 42:1)
Es obvio que quien así se deleita en la excelencia de Dios se interesará también grandemente en los asuntos que pertenecen al reino de Dios. El deseo más grande de todo corazón consagrado es que Dios sea glorificado por todas sus criaturas y en todas partes. Estos sentimientos son parte del amor de Dios. Tampoco el agradecimiento a Dios queda olvidado. Un cristiano ama a Dios por lo que El es: a causa de la excelencia de su carácter y de su bondad sin par, y el abrigar este sentimiento es una prueba más segura de haber alcanzado la salvación, que si amara a Dios simplemente porque Dios le ama a él. Con todo, el hecho de que el Dios de los cielos sostiene, bendice, santifica, perdona y salva a una persona tan miserable como él, le llena de gratitud. Los mismos ángeles no tienen tal motivo para una gratitud tan grande.
Este amor de Dios es la clase más alta de amor; es supremo. “El que ama padre o madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama hijo o hija más que a mí, no es digno de mí,” dijo Jesús. (Mateo 10:37) Dios no pide ni acepta un corazón dividido, porque es un Dios celoso y no admite rivales. Esto no quiere decir que el amor a Dios quizá no tenga siempre la misma intensidad, porque todos los hombres, pasan por tiempos de crisis en su ánimo espiritual. Pero cuando anida realmente en el corazón un verdadero amor a Dios, todo otro amor le está supeditado. Aquí tenemos, pues, una prueba inequívoca de verdadera religión.
¿Conoce usted por experiencia lo que es amar al infinitamente grande y siempre bendito Dios? ¡Examine su amor por El! ¿Está su corazón bien con Dios? ¿Ama a Dios por lo que El es? ¿Le satisface su naturaleza? ¿Siente el mismo aprecio por cada uno de sus atributos? ¿Ama su santidad, su gracia, su justicia y su misericordia? ¿Le ama solamente porque El le ama a usted, o porque es maravilloso en sí mismo? ¿Le ama solamente porque espera que le ha de salvar? ¿Seguiría amando a Dios si supiera que le va a condenar? ¿Sobrepasa su amor a Dios el amor que tiene a cualquier otro ser amado u objeto? ¿Ama a alguna otra persona más que a Dios?
¿Por quién se preocupa más? ¿Con quién está más agradecido? Fácilmente, puede contestar a estas preguntas. Si ama a Dios más que a nadie, hay en ello una prueba evidente de que su corazón está regenerado.
Cuando alguien recibe una nueva vida espiritual, considera a Dios de una manera muy diferente a la de antes. Ve a Dios en todas partes. Cada objeto adquiere nueva belleza y un destello de gloria, porque ha sido hecho por Dios y refleja su naturaleza. ¡Qué ser tan maravillosos es Dios! ¡Qué felicidad será el vivir con El para siempre! El cielo está lleno de personas que ven y aman al que es infinitamente hermoso y admirable. Este amor de Dios puede comenzar brillando como una lamparita, para continuar ardiendo con luz incandescente por toda la eternidad.
¿Posee este amor a Dios? Si es así, su estado espiritual está asegurado. Dios es para usted, un amigo permanente; nada podrá separarlo de su amor: “ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa criada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.” (Romanos 8:38-39)

2. Arrepentimiento de los pecados

El arrepentimiento es una parte esencial de la verdadera vida cristiana. Un pecador convicto tiene que arrepentirse de sus pecados si desea obtener una felicidad verdadera. En toda experiencia espiritual auténtica, el arrepentimiento es una consecuencia del amor. Una persona que ama a Dios está lista para tener ideas correctas acerca del pecado. Si amamos a Dios, tendremos deseos de arrepentirnos de nuestro pecado. Un corazón que ha sido iluminado y renovado por el Espíritu Santo no puede pensar en el pecado sin quedar apesadumbrado y sin sentir un profundo dolor.
El verdadero arrepentimiento consiste en:
  • a) aborrecer el pecado como ofensa contra Dios;
  • b) aborrecerse a sí mismo a causa del pecado;
  • c) esforzarse decididamente por un cambio de vida.

El arrepentimiento, como todas las gracias celestiales, es un don de Dios. Es la reacción normal de una persona que ha recibido la vida espiritual. Es el Espíritu de Dios quien conduce a un hombre al arrepentimiento; pues es el Espíritu quien le muestra la extrema maldad del pecado.
No nos basta con saber que somos pecadores; debemos tener una profunda convicción de que el pecado es una gran maldad cometida contra Dios. El pecado es una transgresión deliberada  y malvada de la ley de Dios. El pecado está definido en la Biblia como la “transgresión de la ley.” (1 Juan 3:4) Este es su verdadero rostro. Y el pecado es violación de toda la ley, pues es el rehusar a obedecer toda autoridad establecida por la ley. Es la rebelión y hostilidad a la santidad y la felicidad que la ley divina asegura.
La consecuencia del pecado es la perdición, es decir, la propia destrucción. No podemos por ahora detenernos en este detalle. Cuando una persona se da cuenta del fin y el desenlace de su pecado, comienza a sentir un hondo pesar por ello. El pensamiento dominante en la mente del pecador convicto es el haber pecado contra Dios. Dios aborrece el pecado; pues la naturaleza divina está en directa oposición al pecado. El pecador convicto se da cuenta de su culpabilidad, al haber pecado contra Dios, rebelándose contra su autoridad, haciendo burla de su incomparable grandeza, pisando su bondad y paciencia, despreciando su gracia, e intentando disminuir o destruir su influencia en el mundo. Y lo que es peor, ha pecado a sangre fría y deliberadamente, no obstante las exhortaciones y los muchos motivos que le impulsaban a obrar de otro modo.
El pecador convicto se da cuenta también de que ha pecando continuamente y que su corazón  corrompido nunca ha dejado de pecar.
Una persona cuya naturaleza ha sido cambiada por el Espíritu de Dios descubre todo eso en lo más íntimo de su ser y tal experiencia le llena de horror hacia el pecado. Esta alma ve el pecado como realmente es en sí: horrible, vil y asqueroso. Entonces grita a Dios: “Contra tí, contra tí solo he pecado,” (Salmo 51:4) y no solamente aborrece su pecado, sino que se aborrece a sí mismo por causa de sus pecados. Sabe que merece como castigo llevar su reproche y sufrir la
maldición. Quizá no siempre esté tan hondamente mortificado por sus pecados, pero hay momentos en que su alma es íntimamente atravesada de sincero pesar. Es entonces cuando se va hasta el suelo ante Dios, asqueado de sí mismo y abrumado por el peso de sus culpas. En lo secreto de su alcoba, podría oírsele decir claramente entre sollozos: “confuso y avergonzado estoy para levantar, Oh Dios mío, mi rostro a ti: porque nuestras iniquidades se han multiplicado sobre nuestra cabeza, y nuestros delitos han crecido hasta el cielo.” (Esdras 9:6)
Una verdadera reforma de vida es parte esencial del auténtico arrepentimiento. El cambio queda patente en la vida de quien se ha convertido, y el pecador arrepentido es consciente de estar bajo el dominio de un nuevo poder. Es como un freno que le impide pecar; ahora teme al pecado y le aterran realmente sus resultados. Ante la tentación, reacciona diciendo: “¿Cómo habría yo de cometer tan gran maldad y pecaría contra Dios?” (Gen.39:9) Aunque continúa siendo pecador, es una clase de pecador muy diferente de cuando era esclavo del pecado.
Pues, ahora muestra deseos de conocer y honrar a Dios; antes no lo hacía así. También desea ahora reparar el daño que hizo a la obra del reino de Dios y a su prójimo. No hay genuino arrepentimiento donde falta el esfuerzo por abandonar el pecado. Cuando una
persona se complace en continuar pecando, entonces su pesar no es el arrepentimiento de quien de veras ha recibido la vida espiritual y, por tanto, no es una persona salva.
El auténtico arrepentimiento es aquel “santo pesar” del que la Biblia dice que “produce arrepentimiento para salvación de que no hay que arrepentirse;” Antes de proceder a examinarse a sí mismo, recuerde que hay un falso arrepentimiento que es una “tristeza del mundo que produce muerte.” (2 Corintios 7:10) Saúl, Esaú, Faraón y Judas se arrepintieron, pero por ser falso su arrepentimiento, ¡era de una clase de hipocresía de la que era preciso arrepentirse! Los condenados en el infierno están en perpetuo llanto y lamentación, pero su pesar no es un
“pesar según Dios”. Un niño llora cuando se le da una cachetada y siente pesar ante la amenaza
del castigo, pero esto no demuestra que esté verdaderamente arrepentido de su travesura. El
temor al castigo induce a un cierto tipo de arrepentimiento, pero este temor no ha de confundirse
con el verdadero arrepentimiento. Lamentarse del pecado porque conduce al infierno no es lo mismo que lamentarse del pecado por su misma maldad; una cosa es tener pesar por el daño que el pecado nos causa, y otra cosa distinta es tener pesar porque el pecado constituye una ofensa contra Dios. No es lo mismo el sentirse aterrorizado que el quedar humillado. Una persona que no tiene idea de la maldad fundamental del pecado, ni un pesar de acuerdo con esta idea correcta del mal puede temblar hasta el pánico ante la idea de la ira de Dios, pero eso
no es verdadero arrepentimiento.
También hay un arrepentimiento que surge simplemente de la esperanza del perdón, y por tanto, es puro egoísmo. Pues tal persona se arrepiente con el fin de conseguir un provecho. La religión de mucha gente consiste solamente en una ardiente esperanza de que obtendrán la vida eterna, pero es muy de temer que muchos que han estado esperando misericordia van a quedar decepcionados al final, porque se arrepentían, no por la maldad del pecado, sino por el provecho egoísta que de su pesar esperaban obtener.
Después de leer todo lo anterior, puede ya discernir el verdadero estado de su alma. Los que han sido transformados por la acción divina, se arrepienten de verdad. ¿Sabe algo de lo que es este genuino pesar por el pecado, según Dios? Hágase las siguientes preguntas: ¿Estoy convencido de la verdadera maldad del pecado? ¿Aparece el pecado ante mis ojos como algo vil e impuro? ¿Pienso que es lo peor que hay? ¿Cómo considero el pecado? ¿Odio el pecado porque me va a llevar a la destrucción, o porque Dios ve en él una ofensa? ¿Es el pecado lo que más me entristece? ¿Qué me apena más, mis pecados o mis desdichas? ¿Qué cosas estoy dispuesto a sacrificar a cambio de verme a salvo de mis pecados? ¿Voy descubriendo en mi vida nuevas formas y nuevas manifestaciones de pecado de las que antes nunca me daba cuenta? ¿Gimo y me lamento sobre la condición pecaminosa de mi corazón? ¿Me humillo ante Dios por mi maldad interior? Cuando miro al gran Rey, el Señor de los ejércitos, ¿me veo forzado a exclamar “¡Ay de mí!”?
Cuando se examine a sí mismo, intente penetrar en lo profundo de su sincero pesar. Cuando Dios toca el corazón de un hombre, este corazón queda quebrantado, es decir, triturado; y cuando la gracia de Dios se derrama sobre ese corazón, el resultado no es solamente unos breves gemidos, sino un pesar hondo que destroza el alma. ¿Ha experimentado esta clase de
arrepentimiento? ¿Hay algún lugar retirado que pueda ser testigo de la amargura de su pena? ¿Hay algo que le produzca mayor pena que el haber ofendido a un Dios que tanto le ama?
¿Tiene usted miedo al pecado? ¿Se torna su conciencia progresivamente sensible a la presencia del pecado? Si es así, usted tiene una prueba de que la gracia de Dios ha comenzado su obra de lo cual su arrepentimiento es un testimonio verdadero. “El que encubre sus pecados, no prosperará: Mas el que los confiesa y se aparta, alcanzará misericordia.” (Proverbios 28:13)

Referencias



1. ↑ Fuente: 
Los Rasgos Distintivos del Verdadero Cristiano. | Por Gardiner Spring, Pag 11 - 14. Publicado por Iglesia Bautista de la Gracia MEXICO



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