El “cuartito de oración” era una habitación pequeña entre las otras dos, que solo tenía cabida para una cama, una mesita y una silla, con una ventana diminuta que arrojaba luz sobre la escena. Era el Santuario de aquel hogar de campo. Allí, a diario, y con frecuencia varias veces al día, por lo general después de cada comida, veíamos a mi padre retirarse y encerrarse; nosotros, los niños, llegamos a comprender a través de un instinto espiritual (porque aquello era demasiado sagrado para hablar de ello) que las oraciones se derramaban allí por nosotros, como lo hacía en la antigüedad el Sumo Sacerdote detrás del velo en el Lugar Santísimo. De vez en cuando oíamos los ecos patéticos de una voz temblorosa que suplicaba, como si fuera por su propia vida, y aprendimos a deslizarnos y a pasar por delante de aquella puerta de puntillas para no interrumpir el santo coloquio1.
El mundo exterior podía ignorarlo, pero nosotros sabíamos, de dónde venía esa alegre luz de la sonrisa que siempre aparecía en el rostro de mi padre: era el reflejo de la Divina Presencia, en cuya concienciación vivía. Jamás, en templo o catedral, sobre una montaña o en una cañada, podría esperar yo sentir al Señor Dios más cerca, caminando y hablando con los hombres de forma más visible, que bajo el techo de paja, zarzo2y roble de aquella humilde casa de campo. Aunque todo lo demás en la religión se barriera de mi memoria por alguna catástrofe impensable, o quedara borrado de mi entendimiento, mi alma volvería a esas escenas tempranas y se encerraría una vez más en aquel cuartito Santuario y, oyendo aún los ecos de aquellos clamores a Dios, rechazaría toda duda con el victorioso llamado: “Él caminó con Dios, ¿por qué no lo haría yo?”…
El mundo exterior podía ignorarlo, pero nosotros sabíamos, de dónde venía esa alegre luz de la sonrisa que siempre aparecía en el rostro de mi padre: era el reflejo de la Divina Presencia, en cuya concienciación vivía. Jamás, en templo o catedral, sobre una montaña o en una cañada, podría esperar yo sentir al Señor Dios más cerca, caminando y hablando con los hombres de forma más visible, que bajo el techo de paja, zarzo2y roble de aquella humilde casa de campo. Aunque todo lo demás en la religión se barriera de mi memoria por alguna catástrofe impensable, o quedara borrado de mi entendimiento, mi alma volvería a esas escenas tempranas y se encerraría una vez más en aquel cuartito Santuario y, oyendo aún los ecos de aquellos clamores a Dios, rechazaría toda duda con el victorioso llamado: “Él caminó con Dios, ¿por qué no lo haría yo?”…
Al margen de su elección independiente de una iglesia para sí mismo, había otra marca y fruto de su temprana decisión religiosa que, a lo largo de todos estos años, parece aún más hermosa. Hasta ese momento, la adoración familiar se había celebrado en el Día de Reposo, en la casa de su padre; pero el joven cristiano conversó con su simpatizante madre y consiguió persuadir a la familia que debía haber una oración por la mañana y otra por la noche, cada día, así como una lectura de la Biblia y cánticos sagrados. Y esto, de buena gana, ya que él mismo accedió a tomar parte con regularidad en ello y aliviar así al viejo guerrero de las que podrían haber llegado a ser unas tareas espirituales demasiado arduas para él. Y así comenzó, a sus diecisiete años, esa bendita costumbre de la Oración Familiar, mañana y tarde, que mi padre practicó probablemente sin una sola omisión hasta que se vio en su lecho de muerte, a los setenta y siete años de edad; cuando, hasta el último día de su vida, se leía una porción de las Escrituras y se oía cómo su voz se unía bajito en el Salmo, y sus labios pronunciaban en el soplo de su aliento la oración de la mañana y la tarde, cayendo en dulce bendición sobre la cabeza de todos sus hijos, muchos de ellos en la distancia por toda la tierra, pero todos ellos reunidos allí ante el Trono de la Gracia. Ninguno de ellos puede recordar que uno solo de aquellos días pasara sin haber sido santificado de ese modo; no había prisa para ir al mercado, ni precipitación para correr a los negocios, ni llegada de amigos o invitados, ni problema o tristeza, ni gozo o entusiasmo que impidiera que, al menos, nos arrodilláramos en torno al altar familiar, mientras que el Sumo Sacerdote dirigiera nuestras oraciones a Dios y se ofreciera allí él mismo y sus hijos. ¡Bendita fue para otros como también para nosotros mismos la luz de semejante ejemplo! He oído decir que muchos años después, la peor mujer del pueblo de Torthorwald, que entonces llevaba una vida inmoral, fue cambiada por la gracia de Dios y se dice que declaró que lo único que había impedido que cayera en la desesperación y en el Infierno del suicidio fue que en las oscuras noches de invierno ella se acercaba con cautela, se colocaba debajo de la ventana de mi padre y lo escuchaba suplicar en la adoración familiar que Dios convirtiera “al pecador del error de los días impíos y lo puliera como una joya para la corona del Redentor”. “Yo sentía —contaba ella— que era una carga en el corazón de aquel buen hombre y sabía que Dios no lo decepcionaría. Ese pensamiento me mantuvo fuera del Infierno, y, al final, me condujo al único Salvador”.
Mi padre tenía el gran deseo de ser un ministro del evangelio; pero cuando finalmente vio que la voluntad de Dios le había asignado otro lote, se reconcilió consigo mismo haciendo con su propia alma este solemne voto: que si Dios le daba hijos, los consagraría sin reservas al ministerio de Cristo, si al Señor le parecía oportuno aceptar el ofrecimiento, y despejarles el camino. Podría bastar aquí con decir que vivió para ver cómo tres de nosotros entrábamos en el Santo Oficio y no sin bendiciones: yo, que soy el mayor, mi hermano Walter, varios años menor que yo y mi hermano James, el más joven de los once, el Benjamín de la manada…
Cada uno de nosotros, desde nuestra más temprana edad, no considerábamos un castigo ir con nuestro padre a la iglesia; por el contrario, era un gran gozo. Los seis kilómetros y medio (4 millas) eran un placer para nuestros jóvenes espíritus, la compañía por el camino era una nueva incitación y, de vez en cuando, algunas de las maravillas de la vida de la ciudad recompensaban nuestros ávidos ojos. Otros cuantos hombres y mujeres piadosos del mejor tipo evangélico iban desde la misma parroquia a uno u otro de los clérigos favoritos en Dumfries; durante todos aquellos años, el servicio de la iglesia parroquial era bastante desastroso. Y, cuando aquellos campesinos temerosos de Dios se “juntaban” en el camino a la Casa de Dios, o al regresar de ella, nosotros los más jóvenes captábamos inusuales vislumbres de lo que puede y debería ser la conversación cristiana. Iban a la iglesia llenos de hermosas ansias de espíritu: sus almas estaban en la expectativa de Dios. Volvían de la iglesia preparados e incluso ansiosos por intercambiar ideas sobre lo que habían oído y recibido sobre las cosas de la vida. Tengo que dar mi testimonio en cuanto a que la religión se nos presentaba con gran cantidad de frescura intelectual y que, lejos de repelernos, encendía nuestro interés espiritual. Las charlas que escuchábamos eran, sin embargo, genuinas; no era el tipo de conversación religiosa fingida, sino el sincero resultado de sus propias personalidades. Esto, quizás, marca toda la diferencia entre un discurso que atrae y uno que repele.
Teníamos, asimismo, lecturas especiales de la Biblia cada noche del Día del Señor: madre e hijos junto con los visitantes leían por turnos, con nuevas e interesantes preguntas, respuestas y exposición, todo ello con el objeto de grabar en nosotros la infinita gracia de un Dios de amor y misericordia en el gran don de Su amado Hijo Jesús, nuestro Salvador. El Catecismo menor se repasaba con regularidad, cada uno de nosotros contestábamos a la pregunta formulada, hasta que la totalidad quedaba explicada y su fundamento en las Escrituras demostrado por los textos de apoyo aducidos. Ha sido sorprendente para mí, encontrarme de vez en cuando con hombres que culpaban a esta “catequización” de haberles producido aversión por la religión; todos los que forman parte de nuestro círculo piensan y sienten exactamente lo contrario. Ha establecido los fundamentos sólidos como rocas de nuestra vida religiosa. Los años posteriores le han dado a estas preguntas y a sus respuestas un significado más profundo o las han modificado, pero ninguno de nosotros ha soñado desear siquiera que hubiéramos sido entrenados de otro modo. Por supuesto, si los padres no son devotos, sinceros y afectivos, —si todo el asunto por ambos lados no es más que trabajo a destajo, o, peor aún, hipócrita y falso—, ¡los resultados deben ser de verdad muy distintos!
¡Oh, cómo recuerdo aquellas felices tardes del día de reposo; no cerrábamos las persianas ni las contraventanas para que no entrara ni el sol, como afirman algunos escandalosamente! Era un día santo, feliz, totalmente humano que pasaban un padre, una madre y sus hijos. ¡Cómo paseaba mi padre de un lado a otro del suelo de losas3, hablando de la sustancia de los sermones del día a nuestra querida madre quien, a causa de la gran distancia y de sus muchos impedimentos, iba rara vez a la iglesia, pero aceptaba con alegría cualquier oportunidad, cuando surgía la posibilidad, o la promesa, de que algunos amigos la llevaran en su carruaje4! ¡Cómo nos convencía él para que le ayudáramos a recordar una idea u otra, recompensándonos cuando se nos ocurría tomar notas y leyéndolas cuando regresábamos! ¡Cómo se las apañaba para convertir la conversación de una forma tan natural hasta alguna historia bíblica, al recuerdo de algún mártir o cierta alusión feliz al “Progreso del peregrino”! Luego, sucedía algo parecido a una competición. Cada uno de nosotros leía en voz alta, mientras el resto escuchaba y mi padre añadía aquí y allí algún pensamiento alegre, una ilustración o una anécdota. Otros deben escribir y decir lo que quieran como quieran; pero yo también. Éramos once, criados en un hogar como este; y nunca se oyó decir a ninguno de los once, chico o chica, hombre o mujer, ni se nos oirá, que el día de reposo era aburrido o pesado para nosotros, o sugerir que hubiéramos oído hablar o visto una forma mejor de hacer brillar el Día del Señor y que fuera igual de bendito para los padres como para los hijos. ¡Pero que Dios ayude a los hogares donde estas cosas se hacen a la fuerza y no por amor!
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John G. Paton (1824—1907): Misionero presbiteriano escocés en las Nuevas Hébridas; empezó su obra en la isla de Tanna, que estaba habitada por caníbales salvajes; posteriormente evangelizó Aniwa; nació en Braehead, Kirkmaho, Dumfriesshire, Escocia.
Notas:
1 Coloquio: conversación, sobre todo una de carácter formal.
2 Zarzo: construcción de vigas entrelazadas con ramas y cañas usadas para hacer muros, vallas y tejados.
3 Suelo de losas: suelo de piedra.
4 Carruaje: medio de transporte ligero con un juego de ruedas y tirado por un caballo.
Tomado de Missionary Patriarch: La historia verídica de John G. Paton, evangelista para Jesucristo entre los caníbales de los Mares del Sur, reeditado por Vision Forum.
De John G. Paton, Missionary to the New Hebrides: an Autobiography, de John G. Paton y James Paton.
Referencias
1. ↑ Publicado originalmente en http:http://www.ibrnj.org/
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